Celebración del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor
Plaza de San Pedro
El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana
Santa, la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación
de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y
para ser colgado en la cruz, el trono desde el cual reinará por los
siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos y ofrecer a
todos el don de la redención. Sabemos por los evangelios que Jesús se
había encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se
había ido sumado a ellos una multitud creciente de peregrinos. San
Marcos nos dice que ya al salir de Jericó había una «gran muchedumbre»
que seguía a Jesús (cf. 10,46).
En la última parte del trayecto se produce un acontecimiento
particular, que aumenta la expectativa sobre lo que está por suceder y
hace que la atención se centre todavía más en Jesús. A lo largo del
camino, al salir de Jericó, está sentado un mendigo ciego, llamado
Bartimeo. Apenas oye decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a
gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc
10,47). Tratan de acallarlo, pero en vano, hasta que Jesús lo manda
llamar y le invita a acercarse. «¿Qué quieres que te haga?», le
pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús le
dice: «Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y se puso a
seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). Y he aquí que, tras este signo
prodigioso, acompañado por aquella invocación: «Hijo de David», un
estremecimiento de esperanza atraviesa la multitud, suscitando en muchos
una pregunta: ¿Este Jesús que marchaba delante de ellos a Jerusalén, no
sería quizás el Mesías, el nuevo David? Y, con su ya inminente entrada
en la ciudad santa, ¿no habría llegado tal vez el momento en el que Dios
restauraría finalmente el reino de David?
También la preparación del ingreso de Jesús con sus discípulos
contribuye a aumentar esta esperanza. Como hemos escuchado en el
Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén
desde Betfagé y el monte de los Olivos, es decir, la vía por la que
había de venir el Mesías. Desde allí, envía por delante a dos
discípulos, mandándoles que le trajeran un pollino de asna que
encontrarían a lo largo del camino. Encuentran efectivamente el pollino,
lo desatan y lo llevan a Jesús. A este punto, el ánimo de los
discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el entusiasmo: toman
sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran con ellos el
camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno. Después cortan
ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118,
las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este
contexto, se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!,
bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que
llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-10).
Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un
grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la convicción unánime de
que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el
Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente expectación por
lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.
Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este
grito de júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos
recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición
de Dios, la promesa originaria que Dios había hecho a Abraham, el padre
de todos los creyentes: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en
ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,2-3).
Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración,
especialmente en la oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado
por la muchedumbre como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será
bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se
reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición
divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime,
lo santifica.
Podemos descubrir aquí un primer gran mensaje que nos trae la
festividad de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad
entera, a cuantos conforman el mundo, a sus diversas culturas y
civilizaciones. La mirada que el creyente recibe de Cristo es una mirada
de bendición: una mirada sabia y amorosa, capaz de acoger la belleza
del mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada se transparenta
la mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la
creación, obra de sus manos. En el Libro de la Sabiduría,
leemos: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos
a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los
seres y no aborreces nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente con
todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).
Volvamos al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late
realmente en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel?
Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el
Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de
extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de
aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos
discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran
mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban
desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como
Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de
hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret?
¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una
cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana en la
que estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la
cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una
felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna
bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son
nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos
que nos han traído hoy aquí para celebrar el Domingo de Ramos e iniciar
la Semana Santa?
Queridos jóvenes que os habéis reunido aquí. Esta es de modo
particular vuestra Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está
presente. Por eso os saludo con gran afecto. Que el Domingo de Ramos
sea para vosotros el día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y
de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte
y resurrección el sentido mismo de vuestra vida de cristianos. Como he
querido recordar en el mensaje a los jóvenes para esta Jornada –
«alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta es la decisión
que conduce a la verdadera alegría, como sucedió con santa Clara de
Asís que, hace ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san
Francisco y de sus primeros compañeros, dejó la casa paterna
precisamente el Domingo de Ramos para consagrarse totalmente al Señor:
tenía 18 años, y tuvo el valor de la fe y del amor de optar por Cristo,
encontrando en él la alegría y la paz.
Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este
día dos sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a
Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en
esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede
imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a
un don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el
don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de
nuestro estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y
resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia han visto un
símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su
ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor.
Ante Cristo – decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra
persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos
de nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés,
obispo de Creta: «Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los
pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas
inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto
agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo...
Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas...
Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino
trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que
los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma:
“Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”» (PG 97, 994).
Amén.
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