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lunes, 2 de marzo de 2015

La Compasión Dominicana


¿Qué es la compasión? ¿Qué compasión quiere Dios que tengamos? ¿Qué es la compasión Dominicana, en qué consiste y cuáles son sus características? ¿Cuáles son los lugares preferentes de compasión? Sobre estas preguntas estuvimos reflexionando los hermanos y hermanas de las Fraternidades de Jaén y Torredonjimeno el 23 de febrero en la iglesia conventual de la Purísima Concepción de las MM. Dominicas de Jaén. Nuestra jornada vespertina comenzó con la adoración del Santísimo Sacramento, expuesto en todo momento hasta el momento de la celebración de la eucaristía, que la presidió D. José María Romero, sacerdote diocesano de Jaén. Él fue nuestro director del encuentro; hacia Él iban nuestras miradas y reflexiones y de Él venían las respuestas.

Todo comenzó cuando los días previos al inicio de la Cuaresma nos comenzamos a preguntar[1]: ¿qué tenemos que hacer en Cuaresma? ¿cómo vivir la Cuaresma? El salmo 50 nos dio la llave que abrió la puerta de nuestras preguntas: MISERICORDIA. Pedimos la misericordia de Dios porque nos hemos dado cuenta que hemos pecado y deseamos tener un corazón puro. Queremos que Dios se compadezca de nosotros; que padezca el mismo dolor que nosotros estamos teniendo; que tenga COMPASIÓN. A partir de ese momento, ya sabíamos el camino y nos comenzamos a preguntar los interrogantes del principio.


La palabra «compasión» suena a «lástima». Sin embargo, no es ese su significado. La compasión es «padecer-con»; es «misericordia»: poner mi corazón en el otro colocando en él mi tesoro («donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón», Lc 12, 34). Jesús es la prueba de ese amor (Rom 5, 6-11); Él es la compasión hecha persona que se hace pan partido y repartido para todos (Jn 6, 31-40) y que nos indica que nosotros -como hijos de un mismo Padre y discípulos suyos- podemos y debemos actuar así para ser felices (Jn 13, 17).
La compasión es una historia de pasión. Es un don gratuito, pero no barato porque tiene un precio: el costo del dolor. Un dolor ajeno, mas asumido voluntariamente. Tenemos que aprender a ir asumiendo ese costo: una virtud que se aprende de Cristo y se educa con los hermanos.


Si la compasión es «padecer-con», para ponerse en la piel del otro tenemos que ser sensibles: 1) ser capaces de salir de nosotros mismos; 2) percibir las necesidades de los demás; y 3) poner la justicia en acción comprometiéndonos con la causa ajena como propia.
Dios habla a través del profeta Ezequiel diciéndonos que nos dará un corazón nuevo y nos infundirá un espíritu nuevo, nos arrancará el corazón de piedra y nos dará un corazón de carne (Ez 11, 19). Dios está tratando de darnos SU corazón. El mismo corazón que tuvo y mostró Jesús. El mismo corazón que dio a Sta. Catalina de Siena cuando ésta entregó el suyo sin reservas a Dios y su Reino. Un corazón que desgarra al viejo e inunda todo el cuerpo con sangre de entrega, de misericordia, de compasión.
Dios quiere te tengamos una compasión que luche contra la apatía (indiferencia) y la antipatía (desprecio); quiere, por tanto, que tengamos una compasión que favorezca la simpatía. Dios quiere que veamos al mundo como verdadera obra Suya, como un lugar de liberación y salvación. Dios quiere que nada que suene a humano nos resulte ajeno. Ser compasivo significa simpatizar con los demás, sintonizar con sus pasiones, escuchar, entender, dialogar, discernir y actuar.


Sto. Domingo de Guzmán fue una persona con una riquísima y amplísima experiencia de Dios. Todos sus biógrafos resaltan en él cualidades como la sencillez, la mansedumbre, la justicia, la amabilidad… pero sobre todo su compasión y su alegría; a imitación de Cristo, el tener entrañas de misericordia no le hizo nunca perder la alegría El dolor de la humanidad fue lo que movió la compasión de Domingo a proclamar el Evangelio de Jesucristo para que a todos alcanzase la salvación. Él estuvo dispuesto a padecer y a gozar con los demás. Como varón evangélico hizo ver y comprender que el mundo no era ni es un enemigo de la Iglesia, sino un compañero de camino que está herido. Dio el paso de la condena al diálogo. Como podemos comprobar, Nuestro Padre Domingo, en su experiencia de Dios a través de la oración y el contacto con la humanidad, descubrió cuál es la autenticidad de Dios: amor (1 Jn 4, 8). De ahí sus frecuentes súplicas pidiendo a Dios que se dignara concederle una verdadera y eficaz caridad para cuidar con interés y velar por la salvación de la humanidad. El comprendió y nos enseña que ser cristiano, ser amigo y seguidor de Jesús de Nazaret, es participar de sus opciones, su manera de ser, de sentir y de actuar. Es decir, «saber el Evangelio» tiene que acabar en «hacer el Evangelio», el «Evangelio de la Misericordia».


Antes de saber qué lugares son los preferentes de compasión, tenemos que ver cómo nos posicionamos nosotros en el mundo: ¿espectadores distantes o contemplativos apóstoles?
La reflexión y la predicación deben conjugar la Palabra de Dios y la historia humana. Pero, ¡atención!, podemos correr el riesgo de que nuestra compasión se quede en mera espectadora y convertirnos en «consumidores de noticias» que no saben diferencias la realidad de la ficción, que nos acostumbremos al drama o, también que nos conformemos con las medias verdades de los medios de comunicación. Frente a esto, para adentrarse de lleno en la compasión dominicana, tenemos que situarnos en el lugar de la «pasión»; es decir, preguntarnos: ¿Estaba yo allí cuando crucificaron a mi Señor? ¿Estoy yo allí cuando crucifican a mis hermanos? La respuesta a estas preguntas es el gran desafío a la hora de buscar los lugares de misión y de inserción. La encarnación del Evangelio de la Misericordia se verá facilitada si contemplamos al mundo en vivo y en directo.
Lo que sentimos, pensamos y reaccionamos depende de cómo vivimos, dónde vivimos, con quién vivimos. Así, desde el corazón de Dios los lugares preferentes de compasión son: 1) los pobres y sus secuelas; 2) la injusticia; 3) las víctimas de la pobreza, injusticia, discriminación, guerra, terrorismo…; y, 4) las víctimas del absurdo y el sinsentido (las víctimas de la cultura del descarte, Papa Francisco).

Como hemos visto y sabemos, Jesús clamó al Padre suplicándole misericordia para todos los que estuvieron en contra de Él y su mensaje, porque no sabían lo que hacían (Lc 23, 34). No conocían a Jesús; no conocían la Verdad. Domingo de Guzmán se deshacía en lágrimas cuando veía alguna injusticia tanto hacia Dios como a cualquier ser humano: «¿Qué será de los pobres pecadores? ¡Concédeme, Señor, una verdadera y eficaz caridad para cuidar con interés y velar por la salvación de la humanidad!» A Dios se le conmueven las entrañas, porque tiene entrañas de misericordia. A Jesús se le conmueve el corazón, se compadece y reacciona. Domingo de Guzmán también se compadece y reacciona. Y yo:
Ø  ¿Cómo se conmueven mis entrañas por la humanidad que sufre?
Ø  ¿Soy misericordia de Dios para el mundo que se debate en la búsqueda del sentido y de la verdad?
Ø  ¿Me hago oración para reclamar misericordia?
Ø  ¿En qué y cómo manifiesto la compasión hoy, aquí y ahora?





[1] A continuación presentamos un extracto de la reflexión del retiro.

martes, 17 de febrero de 2015

Retiro de Cuaresma



LA COMPASIÓN DOMINICANA

23 de febrero
17.30 - 20.00 hs
Monasterio de las MM. Dominicas


EUCARISTÍA

20.00 hs
presidida por D. José Mª Romero

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA CUARESMA 2015
Fortalezcan sus corazones (St 5,8)

Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.

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(fuente: www.vatican.va)

Carta Pastoral: Cuaresma y Pascua 2015, Obispo de Jaén

Queridos fieles diocesanos:
     En el día del Miércoles de Ceniza, 18 de febrero, pongo en vuestras manos unas breves reflexiones sobre los grandes misterios de nuestra fe que anualmente preparamos y celebramos los cristianos.
     1. Ha llegado el tiempo cuaresmal. La liturgia de la Iglesia nos presenta el recorrido de estos cuarenta días como un retiro ininterrumpido de toda la comunidad cristiana, junto con Jesucristo, en el desierto.
     Es tiempo de conversión para unirnos y vivir de forma nueva el misterio pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo Jesús. Tiempo para sembrar en abundancia la Palabra de Dios en nuestros corazones, fijar nuestros ojos en Nuestro Señor Jesucristo, orar con Él y socorrer a los hermanos necesitados con nuestras limosnas.
     Esta visión del nuevo Pueblo de Dios en marcha hacia la Pascua, no deja de ser un espectáculo desconcertante para personas de nuestro entorno. El Concilio Vaticano II nos enseña y recuerda: “Por el Bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo; mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él” (SC, 6).

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lunes, 3 de marzo de 2014

Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma de 2014

Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8, 9)

Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para el camino personal y comunitario de conversión. Comienzo recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido evangélico?


(fuente: vatican.va)

martes, 12 de febrero de 2013

La cuaresma en los primeros cristianos


¿CÓMO Y CUÁNDO EMPIEZA A VIVIRSE LA CUARESMA?
¿POR QUÉ 40 DÍAS?
¿POR QUÉ LA PENITENCIA Y EL AYUNO?
¿POR QUÉ LA IMPOSICIÓN DE LA CENIZA?

Lago Genesaret
 
Habrá que esperar 
hasta el siglo IV para
encontrar los primeros
atisbos de una estructura
orgánica de este tiempo
litúrgico.
A finales del siglo IV,
Roma conocía ya la
estructura cuaresmal
de cuarenta días.
 

La celebración de la Pascua del Señor, constituye, sin duda, la fiesta primordial del año litúrgico. De aquí que, cuando en el siglo II, la Iglesia comenzó a celebrar anualmente el misterio pascual de Cristo, advirtió la necesidad de una preparación adecuada, por medio de la oración y del ayuno, según el modo prescrito por el Señor. Surgió así la piadosa costumbre del ayuno infrapascual del viernes y sábado santos, como preparación al Domingo de Resurrección.

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lunes, 11 de febrero de 2013

Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la cuaresma de 2013

MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2013

Creer en la caridad suscita caridad
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 
4,16)

Queridos hermanos y hermanas:

La celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás.

1. La fe como respuesta al amor de Dios

En mi primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (Deus caritas est, 1). La fe constituye la adhesión personal ―que incluye todas nuestras facultades― a la revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado» (ibídem, 17). De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes de la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad» (ib., 31a). El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor ―«caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.
«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz ―en el fondo la única― que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal actitud característica de los cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (ib., 7).

2. La caridad como vida en la fe

Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).

3. El lazo indisoluble entre fe y caridad

A la luz de cuanto hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista.
La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8).
En definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto ―indispensable― con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna.

4. Prioridad de la fe, primado de la caridad

Como todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos hace decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap 22,20).
La fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5).
La relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe precede a la
caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co13,13).
Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida. Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada comunidad la Bendición del Señor.

Vaticano, 15 de octubre de 2012

BENEDICTUS PP. XVI

(tomado de www.vatican.va)